miércoles, 27 de enero de 2010

Pecados capitales del sector público: 4) El Paternalismo Intervencionista

Gobiernos y administraciones públicas comparten una indisimulada vocación de modelar la vida de las personas a las cuales tienen que servir. El sector público se siente responsable de los ciudadanos que tiene asignados, y a menudo lleva este sentimiento de 'deber hacia' hasta el extremo de tutelar y ordenar la vida de la gente (con o sin el consentimiento de ésta). Por su bien, claro está. De esta forma, los gobiernos -de todos los niveles territoriales- nos señalan a qué velocidad debemos conducir (y nos la restringen), dónde podemos fumar, qué es bueno que comamos y qué no, a qué escuela tenemos que llevar a nuestros hijos, qué tienen que aprender éstos, a qué edad dejamos de trabajar, cómo no se pueden llamar las asociaciones, cuánto y en concepto de qué tenemos que pagar, de qué color debe ser la fachada de casa, etc, etc.

Éste proceder tiene una versión educada (el despotismo ilustrado) y otra de autoritaria, pero en ambos casos se parte de un mismo espíritu paternalista que ya no es de recibo. La administración puede informar, facilitar, impulsar, ofrecer ... (sin olvidar que este tipo de medidas no dejan de comportar un coste de oportunidad), pero tendría que ir con mucho cuidado a la hora de prohibir y obligar. Porque ¿quién mejor que cada uno para decidir qué nos conviene y qué no? Tratar a las personas como menores de edad o prejuzgar desde el poder un insuficiente grado de madurez en ellas es muy peligroso: suele ser la coartada que se utiliza para legitimar el intrusismo público.

Es evidente que la sociedad necesita normas y reglas de juego, y que éstas se tienen que hacer cumplir; de lo contrario tendríamos la anarquía e imperaría la ley de la selva. ¿Pero dónde ponemos el límite a la tentación administrativa de meter la nariz o de decidir por nosotros? ¿Cómo distinguir lo que es necesario, lo que es razonable, lo que es discutible, y lo que resulta inadmisible? La Política tendría que dar respuestas a estos interrogantes, pero debería hacerlo con el concurso de los ciudadanos. En todo caso, el límite sería más fácil de situar si se erradicara el instinto público paternalista (una cuestión de cambio cultural), y si se aplicara el principio de que, en caso de duda, la administración tendría que abstenerse de actuar. Y es que necesitamos encontrar el punto óptimo -no necesariamente en el medio- entre un sector público reducido a una simple gestoría y otro convertido en un Gran Hermano. Ninguna de las dos alternativas nos convienen.

martes, 19 de enero de 2010

Pecados capitales del sector público: 3) La falta de Transparencia

Antes del retorno a la democracia, el mundo público no estaba acostumbrado a pasar cuentas. No hacía falta: la acción gubernamental no podía discutirse, y por lo tanto tampoco era necesario explicarla -más allá de la propaganda-. Actualmente, sin embargo, la transparencia es obligada. Primero, porque el ciudadano tiene derecho a conocer y debatir qué hace el ejecutivo (y el legislativo, y el judicial) con los recursos financieros y de poder que se han puesto a su disposición para servir al interés colectivo. ¿Qué objetivos se están persiguiendo? ¿Hasta qué punto se están alcanzando? ¿Con qué coste y repercursiones? ¿Cuál es el procedimiento a seguir? ¿Quién es responsable de tal materia? ... Éstas y mil otras preguntas deben tener respuestas claras y al alcance.

En segundo lugar, la transparencia es imprescindible porque actúa como motor de progreso, en tanto que lleva a la autoexigencia. La opacidad sólo interesa a los incompetentes y a los aprovechados -que no resistirían el escrutinio público-. Por otra parte, la información es la materia prima básica de la Sociedad del Conocimiento, de manera que no tiene sentido -tampoco económico- esconderla. Al revés: debería de existir la posibilidad, por parte de cualquiera, de acceder a todos aquellos datos e informaciones de que dispone la administración que pueden ser de utilidad a alguien (siempre y cuando no planteen problemas de privacidad o de seguridad).

En conclusión, necesitamos luz y taquígrafos, y por este motivo hay que exigir que, más temprano que tarde, se apruebe una ley de acceso a la información que garantice el "derecho a saber" de la sociedad. Pero sin necesidad de esperar a nuevas normativas, ya desde ahora los gobiernos no tienen excusa para no cumplir con la legislación vigente (por ejemplo, con respecto al acceso de los grupos de oposición a las informaciones que precisan para desarrollar su tarea), y nada les impide tampoco tomar iniciativas propias que los hagan más transparentes. En paralelo, desde la sociedad civil conviene que se preste atención y se siga este tema. Loable, por ejemplo, es el esfuerzo que está haciendo en este sentido la organización Transparency International (http://www.transparencia.org.es) publicando cada año un Índice de Transparencia de los Ayuntamientos españoles. Por cierto que, el año 2009, al frente del ranking se situó el Ayuntamiento de Sant Cugat del Vallès.

domingo, 10 de enero de 2010

Pecados capitales del sector público: 2) La Lentitud

Si algo caracteriza al mundo actual es, junto al cambio profundo y constante que se produce, la velocidad a la que todo tiene lugar -las cosas que se transforman y las que permanecen-. No seguir el ritmo de los tiempos es, pues, una condena segura a quedar atrás. Y el caso es que la Administración tiene una merecida fama de lenta.

En parte esto tiene que ver con el garantismo que se supone que impregna los procedimientos públicos -un peaje que se debe pagar-. Pero la razón principal de la lentitud administrativa no es en absoluto ésta. Si "las cosas de palacio van despacio", es sobre todo porque la idiosincrasia de muchas organizaciones públicas se define por un 'tempo' relajado.

No se le escapa a nadie que la lentitud pública tiene un coste social enorme. En algunos casos, el retraso 'hace la diferencia' (como cuando la Justicia llegada fuera de tiempo se convierte en injusta). En otros, la lentitud supone molestias más o menos graves, o pérdida de valor. En todo caso, siempre representa un sobrecoste, porque tardar más en hacer aquello que se puede hacer en menos implica un despilfarro.

La lentitud, sin embargo, es una enfermedad que tiene solución: se arregla con mejor organización, con estructuras más planas, con suficiencia y adecuación de recursos, con la digitalización y automatización de procesos... Aun así, lo más importante es el necesario cambio cultural. Y ya se sabe que los cambios culturales precisan de liderazgos decididos, paciencia, incentivos y palancas. En este sentido, que las normas estipulen plazos máximos puede ayudar, siempre que sean límites razonables y su incumplimiento genere consecuencias. Así, por ejemplo, los cuatro días que el Gobierno quiere dar a la Audiencia Nacional para decidir si el bloqueo de una web propuesto por el Ministerio de Cultura viola derechos fundamentales son preferibles a la laxitud total e impune del Tribunal Constitucional a la hora de resolver determinados recursos.

Los políticos se lamentan, con razón, del ritmo administrativo, pero tampoco están libres de toda culpa. A menudo son ellos quienes hacen de tapón o quienes, en pro del consensualismo -otro peaje a pagar- bloquean o retrasan las decisiones. Pero de eso ya habrá ocasión de hablar en un futuro mensaje.

domingo, 3 de enero de 2010

Los 'pecados' del Sector Público: 1) El conservadurismo

De todos los 'pecados' atribuibles al sector público contemporáneo (terreno tanto de la política como de la gestión), quizás el más grave de todos -pecado capital- sea el del conservadurismo. En un mundo que se transforma constantemente, quedarse quieto y apostar por el estatus quo es una estrategia suicida.

Y es así como la nueva religión en el ámbito del liderazgo y del management se llama "cambismo". Proclama el gurú Tom Peters: "Bajo estas -las nuevas- condiciones, sólo aquellas organizaciones que sean completamente flexibles ante el cambio, y capaces de adaptarse a éste, tienen esperanzas de sobrevivir y tener éxito". Si eso es verdad para cualquier empresa, lo es más todavía para las administraciones públicas y los gobiernos, porque acumulan demasiados años de retraso en este proceso de aggiornamento.

En consecuencia, constantemente tenemos que estar repensando qué hacemos y cómo lo hacemos, e incluso nos tenemos que cuestionar por qué lo hacemos. Las necesidades de hoy no son las mismas que las de ayer, y las expectativas de los ciudadanos tampoco. La tecnología también nos empuja a cambiar: no puede ser igual la administración de la época del correo postal que la de la era del teléfono y del fax, y todavía menos que la de Internet. En cambio, las aulas de las escuelas de hoy se parecen sospechosamente a las de un siglo atrás ...

Tenerlo claro es el primer paso, y la voluntad el último y definitivo. En medio, no nos faltan herramientas para avanzar: desde los proyectos de innovación hasta las operaciones de reingeniería organizativa, pasando por la formación, la mejora continua, la gestión estratégica -anticipándose a aquello que tiene que venir-, los sistemas de carrera profesional, el presupuesto base 0, etc. Serán herramientas más o menos potentes (el mismo Tom Peters afirmaba: "El cambio y la mejora continua ya no son suficientes. En estos tiempos, una revolución perpetua es necesaria"), pero al menos acostumbran a la gente a mantenerse despiertos.

No obstante, es difícil luchar contra la inercia, el miedo a lo desconocido (todo aquello nuevo es desconocido, inicialmente) y los intereses creados. El planeta público está organizado en torno a las ideas de estabilidad, seguridad jurídica y equilibrio. Se ha probado científicamente, además, que la psicología del funcionario prototipo es más reacia al cambio que la de su equivalente privado. Y los políticos tampoco son amantes de correr riesgos. Unos y otros practican aquello del "Si funciona, no lo toques (que es el camino seguro a la obsolescencia). Y "si no funciona", a menudo faltan incentivos para cuestionarlo.

Por otra parte, el conservadurismo también es fruto de la falta de evaluación de las Políticas y servicios públicos y del rendimiento, así como de la falta de presión de las fuerzas de la competencia que se da en condiciones de monopolismo, imperium tributario y prevalencia jurídica.

Así las cosas, hay que confesarlo: tenemos un problema. Y deberíamos hacer algo al respecto. En la agenda de electos y de gestores (del directivo al último empleado) tendría que haber siempre un espacio reservado para la promoción del cambio. Un cambio que, por cierto, no se debería limitar a la adaptación a los nuevos entornos, sino que tendría que pretender, igualmente, contribuir a modelar el futuro