domingo, 2 de septiembre de 2012

Recortes inteligentes

Dado el contexto económico en qué nos encontramos en España y en el sur de Europa en general, será inevitable que, junto a las medidas de reactivación de la actividad productiva y a las reformas estructurales imprescindibles, se continúen haciendo también ajustes en los presupuestos públicos. Pero los recortes deberán ser siempre inteligentes, si no se quiere que resulten contraproducentes. He aquí algunas de las cosas que se deberían tener en cuenta al realizarlos.

Antes que nada, las prisas no deben llevar a hacer recortes lineales (del tipo “el 10% de reducción en todas las partidas y unidades”), pese a la falsa apariencia de equidad que proporcionan. Es evidente que resulta más cómodo actuar de esta manera lineal, pero es tan poco racional (siempre hay actuaciones o servicios más prioritarios socialmente que otros) como injusto (de hecho, implica castigar a los programas que ya eran más eficientes) y peligroso (si conduce a posponer decisiones difíciles que se deberían tomar).

En segundo lugar, se debe considerar siempre si los recortes de hoy no acabarán saliendo muy caros mañana. Ahorrar en mantenimiento, por ejemplo, (o en formación, o en investigación) es una mala política, sobre todo si se hace durante demasiados años seguidos (como es nuestro caso, en qué, cuando llegue la recuperación, habrá pasado demasiado tiempo).

En definitiva, para hacer bien las cosas, se está obligado a priorizar, que quiere decir decidir qué se deja de hacer, qué se redimensiona, y qué se mantiene o incluso se incrementa. Decisiones que, en una democracia, es bueno que sean objeto de debate público y que vayan acompañadas de mucha comunicación -incluyendo la presentación de la Visión del "hacia dónde vamos"- y de un ejercicio general de transparencia. Esto no servirá para que al final se pueda contentar a todo el mundo (especialmente si se tiene claro que no se trata de repartir el sufrimiento, sino de mojarse), pero evitará la sensación de improvisación y/o de arbitrariedad. Obviamente, si se contara con evaluaciones de políticas y de programas y servicios públicos, algunas cosas se harían enseguida evidentes –qué funciona y qué no; qué es eficiente y qué es ineficiente…-, y se iría más sobre seguro. Pero frecuentemente éste no es el caso. Que al menos sirva de lección de cara al futuro: apostemos sin reservas por lsa evaluación pública desde ya, y así cuando llegue la próxima crisis fiscal nos cogerá como mínimo más preparados…

Por otro lado, la lógica indica que las decisiones serán mejores si toman en cuenta lo que los empleados públicos pueden aportar desde su conocimiento de la realidad. Es más, éste debe ser necesariamente un trabajo de equipo: trabajadores públicos, proveedores privados, usuarios de los diferentes programas y ciudadanos en general deberían ser invitados a proponer maneras de hacer lo mismo con menos (algunas de las cuales probablemente resultarían menos traumáticas que determinadas medidas que se han puesto en práctica). Igualmente, todos estos procesos de reflexión, estudio y participación deberían reforzarse con técnicas de creatividad, pensamiento sistémico, innovación, benchmarking y toma de decisiones -garantía todas ellas de más iluminación y acierto.

En realidad, convendría someter (pero no sólo ahora a consecuencia de la crisis, sino siempre y de forma continuada) a escrutinio y repensamiento toda la operativa administrativa, instalándonos en una mentalidad de mejora continúa que nos impulsara a hacer desde mejoras puntuales constantes de eficiencia hasta reestructuraciones estructurales generales periódicas bajo el prisma de la reingeniería de procesos, cambiando las maneras de hacer, eliminando actividades innecesarias, reduciendo el uso del papel, automatizando procesos, acortando tiempos y previniendo errores, etc. Cierto que esto demanda tiempo y paciencia; razón de más, pues, para no demorarlo ni un minuto más.

Aprovechemos para comentar que las grandes operaciones de reingeniería (que pueden ser fuente de ahorros importantes) suelen requerir hacer inversiones iniciales, a veces notables: en tecnología, por ejemplo, o en formación, sin olvidar que la misma implantación siempre tiene un coste. Pero es que querer recoger frutos sin antes haber sembrado no es realista. Y pretender ahorrarse estos gastos puede conllevar no sólo no lograr ningún ahorro, sino también acabar con un servicio público peor que el que se tenía hasta el momento.


Llegados a aquí, abordemos el tema de los despidos de personal, un clásico en el repertorio de herramientas optimizadoras, y de relativa fácil aplicación en administraciones llenas de interinos y trabajadores temporales. No hay duda de que existen unidades administrativas sobredimensionadas y otras faltas de efectivos (capítulo aparte constituyen las que tienen rendimientos manifiestamente mejorables, necesitadas de fijación de objetivos, medida de resultados y establecimiento de incentivos –positivos y negativos-). Dejando de lado que lo primero que siempre nos debemos preguntar cuando nos planteamos por la dimensión idónea de personal es “para hacer qué?” y que el debate de fondo es sobre la priorización de las políticas y programas, la cuestión que queremos poner ahora sobre la mesa son las consecuencias no deseadas que puede tener la estrategia de los despidos. Una de ellas puede ser la incapacidad resultante de la unidad administrativa para cumplir debidamente con su tarea, por insuficiencia de personal; haría falta entonces escoger: dejamos de prestar el servicio, o reducimos su alcance y ambición, o lo mantenemos y buscamos otras fórmulas de ahorro. Justo es decir que el déficit de personal puede ser cuantitativo o cualitativo: los condicionantes que rodean los despidos a veces provocan que se marche la gente que tienen las competencies adecuadas y que se queden aquellos que no necesitamos. En cualquier caso, una alternativa a prescindir de profesionales puede ser la recolocación de trabajadores, que puede ayudar a incrementar le eficiencia global de la organización… si previamente hemos capacitado a los operarios recolocados para hacerse cargo de las nuevas tareas que asumen.

Tampoco se ha de ignorar que los despidos suelen comportar un aumento de la desmoralización de los profesionales que se quedan en la organización (similar a la de los trabajadores del sector privado que se encuentran en situaciones equivalentes). En todo caso, si se ha actuado de acuerdo con los consejos anteriores (comunicación, participación, estudio…), la situación no será tan mala desde este punto de vista como cuando aquellos se han ignorado. Pero de todas formas, el proceso necesita ser gestionado y enmarcado en una política de recursos humanos digna de este nombre.


Cambiando de tercio nuevamente, toca ahora advertir de los peligros de intentar ahorrar optando alegramente por la exernalización de la provisión de los servicios. Externalizar la gestión (que no tiene nada a ver con privatizar: sólo un ignorante o un demagogo pueden confundir una cosa con la otra) es una herramienta de doble filo. Tanto puede ser la respuesta a los problemas de ineficiencia y falta de flexibilidad y calidad demasiado comunes en el sector público, como una vía perfecta….. para encarecer y empeorar el servicio. ¿Cuándo, pues, conviene externalizar y cuándo no? Es imposible de decirlo en abstracto: hace falta estudiar a fondo cada caso antes de llegar a una conclusión... Y esto es precisamente lo que no se suele hacer. Y no sólo se tendrán que considerar los aspectos económicos de la operación: también se deberá tomar en consideración otros bienes públicos en juego. Por ejemplo, las capacidades de control de la externalización, o los peligros de descapitalización intelectual y de dependencia de terceros que pueden ir asociados a la misma.

Antes de finalizar, comentemos otras fórmulas de ahorro que se suelen utilizar. Tenemos, por ejemplo, la coproducción de servicios con el propio usuario –algo que para el ciudadano puede resultar interesante a pesar de la carga que pasa a asumir: piénsese, por ejemplo, en la comodidad y flexibilidad que proporciona la e-administración-. Adelante con la coproducción, pues. Tenemos también las consolidaciones o centralización de elementos, a base de fusionar organismos, funciones, programas y/o instalaciones y recursos. El ahorro que puede conseguirse por esta vía y el subsiguiente aumento de escala puede ser importante, pero también puede comportar un empeoramiento del servicio (aunque, con una buena gestión, incluso es capaz de mejorarlo: por ejemplo, en la atención al ciudadano). La clave está en acompañar estas actuaciones con la necesaria reingeniería de procesos. Igualmente, hace falta saber tener paciencia, porque algunos ahorros sólo se harán evidentes al cabo de un cierto tiempo.


Dicho todo esto, acabemos con dos consideraciones adicionales. Primera: rotundamente sí, hay margen para ahorrar más de lo que se ha hecho hasta el momento. Algunas administraciones todavía no se han empleado a fondo, y se tiende a olvidar que si el sector público no hace los deberes, son los ciudadanos quienes acaban obligados a recortar, a la vez que si no se hacen a tiempo, serán nuestros hijos quienes pagarán el coste de los excesos de ayer y de la pasividad de hoy. Pero hay una segunda reflexión: la urgencia no puede ser excusa para no hacer las cosas bien hechas y prescindir del estudio de la realidad, la planificación y preparación del terreno, y la gestión del proceso al ritmo oportuno. De entrada porque sabido es que la prisa es mala consejera; y después porque, si se hace bien, tendremos que recortar menos. Y hacerlo bien requiere tener en cuenta igualmente las conexiones e interdependencias que existen entre los diferentes factores, y las condiciones que se deben dar para que las medidas de ahorro tengan éxito.

A partir de aquí se trata de escoger las estrategias más adecuadas para cada caso (a tal efecto, conviene dejar libertad a cada organización para decidir qué herramientas utiliza y para operar sin tantos corsés de normas y constricciones, exigiendo a la vez, claro está, resultados), y combinar liderazgo político, expertise gerencial y compromiso profesional en su puesta en práctica. Sin olvidar que, obrando así, los recortes pueden ser auténticas oportunidades de reforma y de introducción en lo público de cambios necesarios -con crisis o sin ella-, en lugar de simples medicinas amargas.


Una recomendación final: establézcase en cada Administración un Comisionado general para la Optimización de la Gestión, dótesele de suficientes poderes, recursos y autonomía, y acompáñesele de una estructura de expertos capaces de apoyar a las actuaciones de ahorro que se hagan desde las diferentes áreas y unidades. Y, puestos a pedir, tómese nota de lo que se va haciendo y de los resultados que se obtienen de ello, a fin de que puedan acabar destilándose un conjunto de nuevos aprendizajes que sirvan para gestionar mejor tanto la presente como las futuras crisis.