miércoles, 10 de septiembre de 2014

Ciudades

Hemos leído con interés el libro del profesor de la Universidad de Hardvard Edward Glaesser El triunfo de las ciudades”, una obra de referencia en todo lo que tiene relación con las ciudades y las políticas urbanas. La tesis central del libro es que las ciudades son un fenómeno muy positivo, y que gracias a ellas ha tenido lugar el progreso de la humanidad. El argumento justificativo es que el hecho urbano permite y facilita el contacto y el intercambio de conocimientos entre personas, lo que propicia la creatividad y la innovación. Por cierto, las nuevas tecnologías no estarían cambiando esta lógica, puesto que el contacto directo y en persona continuaría siendo fundamental.

Por otro lado, el libro también defiende las ciudades (concretamente, las ciudades densas) como la mejor fórmula para tener un planeta sostenible. Es innegable que sería catastrófico que los países emergentes -el crecimiento de la población de los cuales es enorme- replicaran el modelo que ha prosperado en Occidente de ciudad difusa -ejemplarizado por los ‘suburbios’ norteamericanos o por nuestras urbanizaciones y barrios residenciales-. Pero también en Europa los costes medioambientales de la dispersión urbana empiezan a ser preocupantes. Por este motivo, Glaesser aboga por el crecimiento vertical de las ciudades y por dar facilidades a la construcción. Coherentemente, critica las normativas demasiado restrictivas, porque -a su parecer- encarecen el coste de la vivienda y no hacen otra cosa que desplazar el problema.

En la visión del libro, pues, las ciudades son claramente más solución que no problema. Esto no significa que todas las ciudades funcionen igual de bien. En cada periodo histórico encontramos ciudades pujantes y ciudades en decadencia. La clave que explica esta desigual suerte, según Glaesser, está en las personas que hay al frente de cada ciudad, tanto a nivel institucional -los Ayuntamientos- como económico, cultural y cívico. Detrás de toda gran ciudad hay un gobierno eficaz, una sociedad civil emprendedora y una ciudadanía corresponsabilizada. Abundancia de pequeñas empresas, diversificación económica y presencia de ciudadanos formados son también fundamentales para la prosperidad (“sin capital humano, no hay ciudad próspera”, nos dice Glaesser). Las infraestructuras físicas, en cambio, resultan ser más secundarias.

En otro orden de cosas, el libro examina cómo han conseguido triumfar las ciudades de más éxito (Nueva York, Milano, Tokio, Boston, Vancouver, Dubai...). Las fórmulas son diversas: en unos casos, han apostado decididamente por el talento; en otros (como en el caso de la ciudad-Estado de Singapur), han tenido la posibilidad de diseñar políticas económicas propias; algunas ciudades del mundo en desarrollo, simplemente han eliminado la corrupción y han garantizado la orden y la seguridad jurídica -que no es poca cosa-; y ciertos municipios se han especializado en ofrecer toda clase de opciones de ocio y placer.

Pero nada garantiza que el éxito dure: a menudo, los buenos y los malos momentos se suceden si la ciudad no es capaz de reinventarse cada vez que el entorno cambia. Recordemos como el mundo urbano y próspero del Imperio Romano fue sustituído por el estancamiento rural de la Edad Media. O fijémonos en los ejemplos de ciudades como Liverpool, Glasgow, Rotterdam o Vilnius, que son hoy mucho más pequeñas de lo que fueron en otras épocas. Por no hablar de casos más extremos como Detroit (la “capital del motor” de los Estados Unidos): pasó de 1,85 millones de habitantes en 1950 a sólo 770.000 en 2008, su Ayuntamiento se declaró en quiebra, la tasa de homicidios se ha disparado y actualmente un tercio de sus habitantes vive en la miseria.

En cambio, otras ciudades han sabido hacer el camino inverso, y muchas han encontrado soluciones creativas y eficaces -que el libro repasa- a problemas típicos de las grandes urbes, como la congestión, la delincuencia o la pobreza urbana. En conclusión, tendríamos que aprender de todas estas experiencias de éxito y de fracaso, tanto las globales como las sectoriales, para no repetir errores y por el contrario sí replicar aciertos. Y es que, como hemos dicho a menudo: no hay que reinventar la rueda cada semana, ni tropezar tres veces con la misma piedra.